El Club

Esquema de contrastes

Al hablar de opuestos ontológicos como argumentos cinematográficos, los contrastes entre luz y oscuridad, así como las disyuntivas entre pecado, santidad, culpa y deseo, no constituyen nada nuevo. Tampoco es ninguna novedad la inversión de sus sentidos y significados: Aquella luz que se ennegrece y aquella oscuridad que se vislumbra más nítida y blanca. Son, en definitiva, temáticas recurrentes que han servido como pilar para retratar y reinterpretar múltiples historias. Pero esta excesiva recurrencia no implica, en ningún caso, un agotamiento del recurso o acaso la pérdida de la genialidad que subyace en esos pasajes. Por esta razón no es de extrañar que el quinto y nuevo largometraje de Pablo Larraín, El Club (2015), inicie el relato con la siguiente referencia bíblica: Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de la oscuridad (Génesis 1:4). De este modo, se antecede la idea del éxodo, de la disgregación y también del ocultamiento de ciertas luces que opacan, por así decirlo, el real perfil de las cosas.

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Las apertura del film, después de esta referencia, me parece una composición meritoria: una mujer barre con insistencia los peldaños de una escalera. En las arenas, a la orilla del mar grisáceo del pueblo de La Boca, un hombre entrena a un perro galgo. Le hace girar utilizando un señuelo de carreras con el que guía su trote. En una colina lejana, desde donde la costa reaparece como un fondo de pantalla, un hombre picotea la tierra con una herramienta pesada. Después se presentan los demás personajes: uno de ellos bebe de una taza mientras el otro se dibuja mudo e inmóvil dentro del plano cerrado de una casa. Articulan, en suma, un paisaje en el cual se descubre a los individuos en completo mutismo. Minutos que se continúan sin diálogo y que concluyen en un encuadre que recorta a los cinco sujetos mirando directamente a la cámara, directamente al espectador. Sonríen en tanto uno de ellos, cronómetro en mano, contabiliza los segundos que el perro galgo tarda en correr desde la orilla de la playa hasta el lugar donde se encuentran.

Dichas escenas exponen una vida cotidiana, la rutina íntima de cuatro hombres y una mujer de quienes, hasta este momento, no mucho podemos decir. Nada nos revela la conexión aglutinante de este club. Y es quizá por esta misma imposibilidad de adelantarse a la historia, en un afán de predecirla, la que agudiza el temple general de la película: una historia fascinante, rica en imprevistos, que saca de cuajo cualquier idea preconcebida.

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La Hermana Mónica (Antonia Zegers)

Así, El club relata la vida de cuatro párrocos excomulgados de sus funciones eclesiásticas quienes residen en una casa de retiro donde, presuntamente, buscan redimir los crímenes y pecados que desencadenaron dicho éxodo. El Padre Vidal (Alfredo Castro), el Padre Ortega (Alejandro Goic), el Padre Silva (Jaime Vadell) y un senil Padre Ramirez (Alejandro Sieveking) son custodiados y atendidos por la Hermana Mónica (Antonia Zegers), una religiosa también retirada quien ahora profesa como carcelaria. La rutina diaria de estos cinco personajes, en todo caso, poco habla del castigo o la expiación. Sus quehaceres parecen estar más enfocados en el entrenamiento de Rayo, el perro galgo, al que se dedican con devoción a fin de ganar las carreras de apuestas que se desarrollan en el pueblo. La penitencia, en tanto, no existe. Nada nos da pistas de sus historias pasadas ni de la religiosidad de los personajes. Hasta ahora, en síntesis, la película nos otorga el retrato de una vida tranquila, en calma. Pero esta quietud se altera radicalmente con la llegada del Padre Lazcano (José Soza), cuya integración a la casa de retiro no pasa desapercibida por Sandokán (Roberto Farías), un hombre errante recién llegado al pueblo quien denuncia a través de gritos y quejumbrosos alaridos los abusos sexuales que sufrió por parte del padre Lazcano durante su infancia, cuando profesaba como monaguillo. Es en este momento crucial de la película en que se revela, recién, la condición eclesiástica de sus personajes. Más tarde, violentos sucesos conducen a la llegada del Padre García (Marcelo Alonso), un joven cura de ideas firmes y claras, devoto a la institución de la iglesia y a su evolución hacia parajes más prístinos y puros. Convocado a fin de conciliar la crisis que ahora se vive dentro del club, el Padre García arrastra el deseo oculto de cerrar todas las casa de penitencia existentes y llevar a sus habitantes ante la justicia. Por esta razón, comienza una serie de interrogatorios y pesquisas donde examina, uno por uno, a los habitantes del club con el objeto de conocer sus crímenes y verificar si viven o no en penitencia, es decir, si el existe un real propósito para que la casa continúe abierta. Los secretos del pasado, una red de perversiones que contrastan con la santidad, se entremezclan con las ganas inagotables de los párrocos y la Hermana Mónica por mantener la vida que llevaban hasta antes de la aparición del Padre Lazcano, Sandokán y el Padre García. Intentos no menores por retornar a la paz y a las carreras de galgo, al estado de calma que para estos cinco personajes representa, de todos modos, una cómoda expiación ausente de culpas.

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El Padre García (Marcelo Alonso)

Varias temáticas, algunas mejor abordadas que otras, se desprenden de esta narrativa: La divagación del deseo; la acallada homosexualidad y los perniciosos deseos de juventud que acongojan al Padre Vidal; la demencia del Padre Ramirez, la cual puede ser vista como aquellas pulsiones que borran el pasado y lo suplantan con el silencio; las huellas de un horror que persiguen al personaje de Roberto Farías y cuyo único escape reside en algo más terrible; un pueblo que actúa como un solo organismo, que reacciona al unísono imponiendo un castigo severo cuando es necesario; la sensación de pertenencia que aflige a los personajes en una tierra que no les pertenece, donde viven como extraños; la redención como un camino jamás lineal, sino como un continuo zig-zag. Y la temática más directa es, tal vez, la polémica que reside en los crímenes que han sido cubiertos por la iglesia, como en un lavado de imagen. Cabe afirmar que aquí, en todo caso, no se trata de una película que quiere hacer denuncia explícita (como se ha visto en varios de los trabajos anteriores de Larraín). Tampoco una película que grita directamente en contra de la fe cristiana o cuyo fin sea gatillar una revalorización moral de los dirigentes espirituales de la iglesia católica. No, ese tipo de denuncias está mejor abordado en películas como El bosque de Karadima (Matías Lira, 2015), en la cual el rodaje de un acontecimiento tan violento y dislocado demanda necesariamente una película dislocada, violentamente explícita, en la que la denuncia y el horror sí representan un elemento configurador del guión y del ambiente. En El Club, sin embargo, lo esencial no está en evidenciar algo específico, ni si quiera sacar a relucir las ocultas casas de retiro. Acá, incluso, aparecen matices que se reconcilian con la fe de los individuos, que hablan en un lenguaje satírico, burlando el peso de la verosimilitud y construyendo así un nuevo modo de ver las cosas: bajo otra luz.

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Sobre los aspectos técnicos, además de un elenco que desempeña un trabajo impecable, la visualidad de El club goza de bellos paisajes costeros, propios del pueblo de La Boca (VI Región), que le otorgan un tinte grisáceo a la historia. Al mismo tiempo, cierta incomodidad y cierta asfixia se permea en las escenas de las entrevistas que el Padre García realiza al resto de los personajes que habitan en la casa. En ellas, se utilizan lentes que deforman la imagen y encuadres extremadamente cerrados, en primer plano, que desentonan con el resto de las imágenes, hablando así de la tensión y el desagrado que sienten estos individuos al socavar su pasado. Es una lástima que los paisajes nocturnos, principalmente aquellos expuestos en la última parte de la historia, develen una imagen en baja resolución que no habla conceptualmente, que no tiene propósito o justificación alguna, sino que se manifiesta como un defecto que estropea la composición total. A pesar de esas excepciones, las imágenes deleitan y se acompañan de una música que mezcla cánticos religiosos con sinfonías clásicas sin que lleguen a ser kitsch, producto del trabajo colaborativo con Carlos Cabezas. Larraín señala: “cuando empezamos a musicalizar la película, tuve el privilegio de utilizar melodías de gran potencia expresiva, melodías que detonan emociones extrañas y que disparan las imágenes a lugares desconocidos”.

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El director Pablo Larraín

Sin caer en fanatismos (porque me confieso un fanático irreprensible de las cosas bien hechas), el trabajo que Pablo Larraín ha estado realizando a través de cintas como una primeriza Fuga, las inquietantes Post Mortem o Tony Manero, una aclamada No, y ahora El Club, coronando así un camino prometedor, articulan un cine que comienza a indagar en otras fórmulas y sentidos relativamente ajenos a las producciones nacionales. Realizaciones que se desprenden de un hermetismo exacerbado y de un continuo silencio, o “no decir”. Una producción que indaga en ritmos y velocidades antes no exploradas, cargada de un humor negro y de un sentimiento de bondad que se van intercalando a lo largo del film, como en una carrera de postas.

Para finalizar, la palabra éxodo, o exilio, que utilicé con reiteración dentro de esta reseña no es una cuestión aleatoria. A través de ésta se puede establecer un lineamiento que atraviesa y se conecta con las cintas anteriores de Larraín. A diferencia de sus trabajos pasados, situados en momentos claves de la historia política nacional y en las que el exilio no es un concepto ajeno, El Club aparece como un relato contemporáneo que adolece de una denuncia en concreto. En este caso, el exilio de los curas en la casa de retiro podría representar aquellos castigos impunes, ajenos a la justicia, que se mantienen en voz baja, o en secreto, al alero de que los trapos sucios, efectivamente, sí se lavan en casa. Se pone un foco, en fin, sobre las víctimas que también son victimarios y sobre los victimarios que de pronto dejan de serlo. Después de todo, que las cosas sean negras o blancas, o que percibamos a los párrocos como santos o pecadores, no es más que el efecto de un cambio de iluminación, de un esquema de contrastes.