Amor más allá del tiempo o amor más allá de la vida

Sinopsis

Eben Adams, un pintor al que se le ha acabado la inspiración, vaga por las calles en busca de alguna idea genial con la que pueda demostrar su talento. Pero los tiempos son difíciles, es la posguerra americana y pasa hambre. Un día tropieza en un parque con una enigmática niña que viste de manera antigua y habla en presente de cosas pasadas, su conversación y su inocencia despiertan la ilusión del pintor y comienza a hacer esbozos sobre ella. Pasado el tiempo vuelven a encontrase varias veces y en cada encuentro Adams descubre que extrañamente la niña es más mayor. Pronto surgirá el amor entre ellos y Jennie revelará su misteriosa historia.

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La película

A pesar de tener 67 años, la película Jennie (Portrait of Jennie, 1948) ha dejado una indeleble huella en la retina de los buenos cinéfilos, como por ejemplo, en los directores de cine José Luis Garci —quien la incluyó en su programa de televisión ¡Qué grande es el cine!—, o Luis Buñuel, quien citó la película en sus memorias como una de sus importantes recomendaciones cinematográficas.

Y es que muchas son las confluencias positivas en esta película, por un lado está la propia historia, una historia de amor de corte fantástico, que trata temas tan humanos como la amistad, la vocación artística o las dudas metafísicas. Y por otro lado se encuentra una impresionante puesta en escena, que, en muchas escenas, evidencia su prodigioso valor técnico. Jennie fue rodada en 1947, sólo dos años antes terminó el mayor conflicto bélico del mundo, por lo que la sociedad norteamericana estaba deseosa de comedias o películas que, de alguna forma, hiciesen olvidar el terror sufrido. Aunque, paradójicamente, la película de Dieterle no fue un éxito de taquilla, a día de hoy, y con la perspectiva que otorga la distancia del tiempo, podemos decir que Jennie es una pequeña gran joya del cine.

Otro acierto de la película es el material literario en que se asienta su historia, una adaptación de Leonardo Bercovici sobre la novela Retrato de Jennie de Robert Nathan. Bercovici supo captar toda la esencia romántica y misteriosa de la novela —algo que nunca es fácil—, y consiguió hacerlo en un metraje más que razonable, 82 minutos. Acostumbrados como estamos a —en ocasiones— no largas, sino larguísimas obras fílmicas en el cine moderno, Jennie supone un ejercicio de síntesis loable, quizá una virtud, la economía del lenguaje, que el séptimo arte debería recobrar.

Y no hablemos ya de todas y cada una de las categorías que conforman su adaptación audiovisual, desde la producción al elenco de actores, pasando por la fotografía o los efectos especiales, de todo ello hablaremos a continuación.

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El escritor

Robert Nathan (1894-1985) tuvo una larga vida biológica —91 años— y literaria —38 novelas—, su primer libro fue Peter Kindred (1919), un trabajo que no obtuvo demasiado reconocimiento por la crítica, no así La mujer del obispo (1928), la que resultó ser su séptima novela en nueve años, una historia que fue adaptada al cine con éxito en 1947.

Nathan provenía de una familia acomodada, pero su carácter enamoradizo le obligó a interrumpir sus estudios universitarios iniciados en Harvard para comenzar el primero de sus siete matrimonios. Sin duda, el amor fue un factor muy importante en su vida personal, una inclinación emocional reflejada como trasunto en los personajes de sus novelas. También, uno de los rasgos característicos de la escritura de Nathan, sobre todo en sus comienzos, fue mezclar la realidad y lo fantástico en sus narraciones; buena prueba de ello es la novela El retrato de Jennie.

Nathan es sin duda el verdadero responsable de la magia de Jennie, ese amor atemporal, ese imposible que rompe la realidad, pero sobre todo, ese lirismo. Y es que, si Robert Nathan podemos decir que fue novelista merced a una larga lista de títulos que lo avalan, no debemos obviar que también fue poeta. Desde Juventud envejece (1922), hasta Canción de la tarde (1973), la poética de Nathan discurrió por diez poemarios escritos durante más medio siglo. Nathan fue poeta, un poeta práctico, por eso novelaba, por eso Jennie es poesía.

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El director

William Dieterle fue un director de cine de raza, más de 60 películas rodadas en 42 años de filmografía lo avalan, un contador de historias judío-alemán nacionalizado estadounidense en 1937 que en sus inicios también desempeñó el rol de actor.

En su dilatada trayectoria como cineasta destacan títulos como: Duelo al sol (1946) o Salomé (1953), y aunque en su trayectoria podemos encontrar películas excelentes en cualquiera de sus cuatro décadas como realizador, algunos piensan que fue en la década de los años cuarenta cuando su talento alcanzó sus cotas más altas de buen cine.

Dieterle rodó en los años treinta algunas grandes películas como Esmeralda la zíngara (1935) o La vida de Louis Pasteur (1939) que contribuyeron a afianzarse como un director de recursos muy prometedor. Pero en el año 1948 con la película Jennie filmó la que muchos creemos es su obra maestra. Un cuento de amor atemporal que lo consagró —a posteriori— como un cineasta con tendencias ya innegables hacia la abstracción.

Pero no todo fueron éxitos en la carrera de Dieterle, en la década de los sesenta, y volcado más en la realización de telefilmes, su testamento cinematográfico fue la película The Confession (1965) con la actriz Ginger Rogers, cinta que fracasó estrepitosamente en taquilla y no hizo justicia a una vida entregada al cine.

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Los actores

Sin duda, Jennifer Jones, la actriz que encarna el papel protagonista de Jennie es uno de los mejores baluartes de la película, su inocencia y ternura traspasan la pantalla con varios de los recursos naturales que no pueden aprenderse en una escuela de arte dramático, su sensibilidad, su carisma y por supuesto, su belleza.

Jones estuvo varias veces nominada al Oscar pero con su interpretación en la película La canción de Bernardette (1943), y gracias a Henry King, consiguió el ansiado trofeo en la categoría de actriz principal. El matrimonio entre Jones y David O. Selznick duró 16 años, hasta la muerte del productor.

Su partenaire en la película, el actor Joshep Cotten, encarna a la perfección el rol de artista bohemio y perdedor, su abundante experiencia en papeles secundarios durante su carrera a la sombra de estrellas mundiales como Marilyn Monroe u Orson Welles lo convierten en el candidato ideal para interpretar a Eben Adams, un pintor en horas bajas que no encuentra su lugar en el mundo. De la mano de su gran amigo Orson Welles Cotten alcanzó cierto renombre en películas como Ciudadano Kane (1941), El cuarto Mandamiento (1942) o El tercer hombre (1949) aunque en esta última Welles sólo intervino como actor.

La actriz Ethel Barrymore es otro factor interpretativo de importancia en la película, su creación del personaje de la señora Spinney además de vehicular la historia con sus apariciones —como en la última escena en el interior del Museo de Arte Moderno— resulta ser un pilar importantísimo para Cotten, ya que ella es de las pocas personas que lo comprenden y siempre le presta su incondicional ayuda, por no comentar la velada historia de amor que hay entre ambos. Barrymore, proveniente de una saga de actores de Hollywood que llega hasta nuestros días en la figura de la actriz Drew Barrymore, fue la dama indiscutible de la escena teatral neoyorquina durante décadas, nominada en repetidas ocasiones a los Oscars, valía que sin duda demuestra en esta película, incluso sin hablar, y que aporta al filme más valor si cabe. La mirada penetrante de Ethel Barrymore en su época dorada sólo fue comparada con la de la gran actriz Bette Davis.

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La fotografía

Dieterle y el excelente fotógrafo Joseph August —quien falleció de un infarto antes del estreno de esta obra—, crearon excelsos claroscuros tenebristas y momentos mágicos de una atmósfera envolvente como la de Jennie durmiéndose en el taller de Adams, y cuidaron en especial el tratamiento de los paisajes urbanos nocturnos de Nueva York, tal vez influidos ambos por el fotógrafo Steichen. A menudo August trata las imágenes superponiendo un lienzo sobre el objetivo para que los escenarios encuadrados parezcan pintados, una forma de personalizar la composición de campo a la mirada del protagonista, un pintor; técnicamente ese recurso supone una ardua dificultad, puesto que las imágenes encuadradas requieren un tratamiento especial de la luz además de hacer frente a una considerable pérdida de resolución; pero asombrosamente, no sólo August enfrenta y conquista este reto, sino que su desafío termina confiriendo a la película un magnético encanto de cuento.

La luz de August se convierte en pictórica, su pincel va dotando de lirismo a las escenas, —como el hallazgo de la luna transformada en foco entre los rascacielos—, en destacados lugares como un onírico Central Park —la nitidez con que en el mismo plano retrata a los actores y un skyline convertido en un bosque urbano, un entorno fantasmal que no tiene igual en su tiempo—, el puente de Brooklyn, las escaleras de la Librería Pública de Nueva York frente a la Quinta Avenida o el interior del Museo Metropolitano…, resultan una postal siempre grata al viajero amante de Manhattan. Cada aparición de Jennie en la película —y son seis— está revestida de una luz prodigiosa.

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Los efectos especiales

Charles Freeman, James Stewart, Paul Eagler, Russel Shearman, J. Mcmillan Johnson y Clarence Slifer a la cabeza, fueron el equipo responsable de los efectos especiales del filme, una encomiable labor de equipo que fue premiada con el premio Oscar en esa categoría. Slifer fue nominado en la misma categoría años antes por su labor en la película La estrella del norte (1943). La escena de la tempestad filmada en la película Jennie todavía sobrecoge al ser visionada en la actualidad, esas nubes vaporosas que forman un vórtice en el cielo, la impresionante ola que azota al faro o la aparición estratégica del color, son aciertos —por citar sólo algunos de ellos—de un trabajo técnico impecable.

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La magia del cine

Mención especial merece el argumento, que juega hábil y simultáneamente con el misterio de la inspiración creativa en busca de la obra de arte maestra por ser esta intemporal, el amor que también supera al tiempo (antes que lo narrara Kenzo Mizoguchi) y la perennidad de la belleza en sí misma. Podría decirse que esta es una de las películas más existencialistas de su época, sin tener aparentemente todavía noción alguna de la entonces emergente filosofía de Sartre y Heidegger.

Su mensaje es particularmente lúcido: el arte y el amor se nutren del misterio y la esperanza en el espíritu, pero se vacían de su sentido más ardiente al alcanzar la seguridad de lo real.