Dossier Francis Ford Coppola: Bram Stoker’s Dracula

De la letra a la desmesura de la imagen

[ por: María Soledad Carlini ]

Si pudiéramos atribuir una cualidad genética determinada a un pueblo, los italianos y sus descendientes tendrían un ADN claramente especializado en lo dramático. La hipérbole y la exuberancia está presente en sus artistas, y si consideramos solamente el mundo del cine bastaría con recordar figuras como Federico Fellini, Dario Argento, Sergio Leone, Nanni Moretti, e incluso musas como Sofia Loren para graficar esta característica.

Por supuesto, el cineasta italoamericano Francis Ford Coppola también integraría ese largo listado. Un pequeño caso del carácter operático del latino puede verse en su riesgosa adaptación del libro clásico de la literatura del terror de Occidente “Drácula” del escritor irlandés Bram Stoker, cuya adaptación audiovisual fue estrenada en 1992.

Un trabajo atrevido, ya que al vincularse con una obra tan replicada en diferentes manifestaciones artísticas, inevitablemente se expuso al terreno de la crítica y la interminable comparación entre lenguaje literario y cinematográfico.

Triunfante, Coppola logró dirigir la cinta más cercana a la obra original de los centenares de adaptaciones realizadas, según los entendidos. Tan importante fue la oficialidad de la cinta que su título se acompañó de la preposición de pertenencia “de Bram Stoker”.

El film efectivamente mantiene los personajes, los nodos narrativos, las escenas y la mayoría de los diálogos de manera literal. Sin embargo, cambia el sentido general de la historia, la pervierte y la re-significa bajo los mismos códigos por los cuales funciona ese maravilloso invento que convoca nuestra atención: el cine.

Una contradicción, derivada de la traducción de Coppola desde la letra hasta la imagen, es el enaltecimiento del código visual y sensorial de las imágenes cinematográficas de tal forma que termina traicionando la palabra, el documento e incluso el carácter testimonial (histórico) de la novela.

Para entender el traspaso tendríamos que remitirnos a los contextos de cada una de las creaciones. La primera, un libro decimonónico, producto de una obsesiva investigación de más de una década de un británico seducido por las ciencias ocultas, que aborda como tópicos principales el encuentro entre civilización (Inglaterra) y barbarie (Rumania); el rol ilustrado de la mujer en la sociedad, representado por la secretaria y mecanógrafa Mina Murray; la importancia y el auge de las ciencias y sus alcances, graficado en el racional y juicioso Van Helsing y en su colega, el doctor Seward.

En cambio, Coppola motivado en revertir su lista de producciones fallidas y su crisis financiera, tal como la derivada de “Apocalipsis Now”, y dotado de un gran instinto comercial y artístico, procede a representar una historia de amor de un antihéroe atormentado, más humano que bestial, y que anhela recuperar el amor perdido por las injustas circunstancias de la vida.

La primera alteración es más evidente al comparar los lenguajes de sendas obras. Mientras que el libro tiene el afán característico de la literatura de la época, un verdadero método descriptivo y “objetivista”, lo que se desprende de una narración en base de epístolas, transcripciones de gramófono, diarios de vida y notaciones personas de Jonathan Harker, Mina Murray, Lucy Westernra, Van Helsing y el doctor Sewrard, el cineasta se remonta al ideal “subjetivista” de los albores del cine.

En la práctica, la adaptación utiliza nociones estéticas formalistas, planteamientos que se discutieron teóricamente durante las primeras décadas del siglo XX, justamente el arco de tiempo contemporáneo de  directores como Friedrich Murnau y Abel Gance, los mismos que Coppola homenajeó en esta ocasión.

Las concepciones apuntaban en establecer y sistematizar una “esencia” del cine, la que estaría ligada al artificio, a la contraposición con la realidad a través del uso de recursos formales o del lenguaje cinematográfico.

Haciendo un ejercicio, el cine deviene en su máxima esplendor mientras sea más irreal, fantasioso y antónimo sea al mundo real. Con esta idea podremos comprender que el significado de la obra literaria se altera completamente.

No pidamos en el Drácula de Coppola la “razón” que encontramos en el escrito original de Bram Stoker, sino que un desborde de “sensación”.

Ejemplo pomposo es la sofisticada puesta en escena, en la que predomina el vestuario de la diseñadora dramática japonesa Eiko Ishioka,- que cabe destacar trabaja en el ámbito de la ópera-, artista que aportó un estilo totalmente acrónico, ropa que mezcló estilos tan dispares como el bizantino, el isabelino y el barroco.

Asimismo, se incluyen códigos visuales muy característicos del cine mudo, que cuya inclusión se consideró como un sello de lo verdaderamente cinematográfico en teóricos formalistas como Arkheim. Entre ellos el uso de transiciones iris y el uso de la fotografía con colores saturados (recordemos que hasta el mismo Méliès se preocupó de colorear artesanalmente sus primeras películas, fotograma por fotograma).

Es inevitable relacionar esa calidad ubicua o omnipresente de Drácula, graficada a través de extensiones de sombras, como toda la atmósfera lúgubre con las obras clásicas del expresionismo alemán, un movimiento artístico que apelaba a la dimensión inconsciente del hombre, al mundo onírico, tránsico e hipnótico.

Contrariamente, el barrido de los elementos históricos de la novela le sirve a Coppola para inscribirse en la historia de los directores contemporáneos con una increíble capacidad creativa y a la vez comercial, que les permite innovar y crear un patrón, un estilo propio, reafirmando el llamado “cine de autor” proclamado por los críticos de Nouvelle Vague.

El autor se atreve en ir más allá de la representación, en exceder las imágenes sin tener que rebajarlas o banalizarlas. Digno de cualquier buen artista con sangre itálica.

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