En las ciudades crepusculares: Brazil y Blade Runner

[ por: François Chaslin ]

Hace tiempo, el cine de ciencia-ficción se complació en pintarnos universos «clínicos” y asépticos en los que cada dimensión de la vida llegaba a ser semejante a esos objetos lisos y perfectos que producía el diseño de los años sesenta. Incluso el mismo hombre – “aerodinámico”, envuelto en trajes ceñidos y con el cráneo afeitado- tendía a parecerse a una máquina impecable, desprovista de personalidad, de una gran transparencia, puro prototipo de lo que podría ser un individuo retocado, simplificado, racionalizado por la ciencia, a medio camino entre la bestia originaria y el robot. Sus vehículos tenían la finura y la precisión geométrica, el aerodinamismo que estaba tan de moda por entonces.

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Los lugares por donde éstos circulaban estaban vacíos y limpios, espacios del espacio intersideral, espacios siderales hechos de cristal, de acero y de materiales plásticos, proyecciones más o menos naifs de las especulaciones urbanas de la arquitectura moderna. Ahora bien, he aquí que dos películas recientes, Blade Runner de Ridley Scott (1982) y Brazil de Terry Gilliam (1984), recuperan repentinamente el futurismo para contar la desordenada historia de la humanidad, lo mezclan con todos los residuos del siglo y nos ofrecen una imagen confusa de la ciudad futura, mugrienta, hecha a trozos, fuertemente realista, prometiéndonos un mundo que todavía estará lleno de los despojos marchitos del que vivimos hoy.

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La sociedad habrá cambiado, ciertamente; y no habrá mejorado apenas. Pero no se tratará de esa abstracción maquinista, esa mecánica capaz de someter hasta el alma humana, hasta los paisajes, al ideal engrasado de la tecnología. Reinará una indefectible imperfección; quedará el caos. La ciudad, más que nunca, será de una nueva naturaleza, más espesa, más angustiosa, más entremezclada de vida y muerte que una jungla.

Y el ser humano estará abrumado, controlado por una especie de administración terrible pero finalmente impotente para dominar los excesos, mucho menos segura que el cerebro central, el ordenador de la ciencia ficción de antaño. Y el hombre quedará como un miserable y pequeño montón de secretos, bastante reacio, sufriendo, oscilante, atravesando el tiempo sin adaptarse del todo a sus reglas, como un granito de arena que chirría en los engranajes del mundo.

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Más que la intriga dramática -convencional en Blade Runner, exagerando lo grotesco sarcástico en Brazil- es la extrema calidad de la invención urbana lo que fascina en ambas películas.

Ridley Scott y Terry Gilliam han coqueteado con la arquitectura, la decoración y el diseño, el comic o la ilustración en una época de su vida. Entonces, la relativa inconsistencia novelesca de sus escenarios se olvida por lo mágico que es -a la vez que fantástico y lleno de realismo, onírico y reconocible, intenso- el universo que nos ofrecen.

Ayer y mañana

Se percibe una cultura arquitectónica, una atención al decorado de las calles modernas, una capacidad para llevar este universo a un estado imaginario que parece no ser más que la lógica consecuencia de lo que conocemos: la veracidad en el exceso, la densidad en la acumulación de detalles concretos que evocan ciertas búsquedas del comic contemporáneo: Schuiten, Druillet, Moebius; y además, también, con una fuerza de convicción que no sabría alcanzar el dibujo. Lo que es terrible en Los Angeles de Scott -megalópolis de la California del año 2019, o en esa ciudad cerrada sobre sí misma de Gilliam, «en cual quier lugar sobre la tierra”, en la Navidad de no se sabe qué año, sin duda muy pronto-, lo que es angustioso tanto en una película como en otra es la extraña mezcla que sus autores han sabido imbuirles íntimamente; un collage de ayer y de mañana, un extraño equilibrio entre nuestra cotidianidad actual y el sueño prospectivo. Uno se creería, en ciertos momentos, apenas escapado de lo real, como si, en una noche de fatiga, viviéramos una pesadilla en Nueva York, Hong Kong o Tokio.

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Amalgama atroz en el que no se sabe verdaderamente si no queda más que desesperarse o bien, en Blade Runner, maravillarse. Nudo de contradicciones. Complejidad fascinante de estas ciudades saturadas donde cada uno intenta todavía trazar su destino; lugares de soledad definitiva, lugares de muchedumbres absurdas. Es ésta la novedad en comparación con la ciencia ficción, un toque conmovedor, de demasiada humanidad, el que se manifiesta todavía sobre nuestro planeta, y no en el éter infinito. Y aquello huele a muerte, huele a cenizas en Bruzil y a basuras que se amontonan en las encrucijadas; se puede oler la mugre o, en Blade Runner, el tufillo húmedo de la sopa china.

No queda duda de que son habitantes de la tierra los que vemos evolucionar, no esos seres cósmicos llamados a disolverse en la pureza del neón intergaláctico; habitantes de la tierra con el consiguiente dolor que ello implica. Seres destinados a reventar un día, a pudrirse. Viajamos en lo orgánico y su sabor es mórbido.

Al menos, la ciudad de Ridley Scott centellea con sus miriadas de luces que se pierden de vista. Tras la sombra de las enormes chimeneas -vertederos-dragones que se abrazan repentinamente y lanzan al cielo formidables llamaradas-, detrás de esos tótems terribles de la industria reina, inmensamente dispersa en el paisaje sin límite, una atmósfera eléctrica, un parpadeo que deja pensar que los individuos viven todavía allí, innumerables, extendidos sobre la superficie del mundo, frágiles y palpitantes como las estrellas en el cielo.

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También las arquitecturas, por muy pesadas que sean –gigantescas pirámides de viviendas, masas babilónicas- están totalmente perforadas por el minúsculo brillo de las ventanas. Se adivina en ellas una vida que no es todavía como la de los esclavos de Metrópolis.

La densidad de población ha desarrollado una ciudad vertical; el cielo está muy lejano, muy alto, pero existe todavía, cuando ha de­saparecido ya en Brazil, donde parece no existir más que una capa opaca e impenetrable a los rayos del sol, a la lluvia, la nieve o el viento. La estrechez de las calles produce planos en picado y contrapicado que dramatizan el movimiento; los vehículos aéreos se deslizan espléndidamente a ras de las fachadas. El vértigo participa en la belleza de la ciudad futura. La lluvia incesante da a sus noches lavadas una curiosa cualidad del aire, una cierta propiedad, a pesar de que la polución, que tiene unos altísimos índices, se percibe amenazadora.

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Lo nuevo y lo caduco

Esta sociedad es un poco informe, como Manhattan. Los papeles vuelan, los braseros se queman sobre las aceras, las ráfagas de vapor indican que estamos todavía en un estado ligeramente arcaico de la técnica.

No existe sólo la electrónica, sino todavía máquinas que, como las nuestras, deben sentir el acero caliente y el olor de la grasa.

La calle está llena de gente y de coches. Toques de claxon, desorden. La multitud se apresura bajo sus paraguas, el gentío va y viene en la noche húmeda. Hacia la megalópolis ha convergido una población cosmopolita venida de todos los continentes. El planeta está demasiado lleno y las ciudades bullen.

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Mundos de pesadilla

La sociedad no ha llegado nunca a administrarse correctamente, desbordada por sus tareas de control. La ciudad está hecha de cañones glaucos, de abismos ganados a una bruma malsana. Se sabe que la película se rodó en el edificio de Ricardo Bofill en Marne-La-Vallée que da, gracias a la habilidad con que está hecho el montaje, la impresión de un vasto dispositivo cuadriculado.

Sus simulacros de frontones clásicos son más irrisorios y están más vacíos de significado que nunca. Una luz rasante se desliza sobre el perfil de las cornisas de las paredes que Gilliam filma en terroríficos planos picados. Las basuras se amontonan en las escaleras; por todas partes hay despojos, cascotes, objetos abandonados, graffiti, mi seria urbana; ropa que se pretende secar en las ventanas de los callejones altos y estrechos. Figuras furtivas y apresuradas, como poseídas por alguna clase de miedo indecible, corren por ellas. Escuadrillas de pequeños tanques obstinados, móviles como pulgas de mar, parecen golpearse con las paredes.

La gente no puede estar más que en sus casas, a cubierto en apartamentos demasiado pequeños, llenos de horribles objetos provenientes de nuestra época; lámparas con pantallas que proyectan una luz mortecina, sofás de un confort pequeño-burgués perfectamente ilusorio, y todo irrigado por horribles tubos entrelazados que se arrastran desde el techo, obstruyendo también el descarnado espacio y dando a cada utensilio una energía vacilante.

Tripas, vísceras de Brazil. Esta tripa que transporta las órdenes de la burocracia, los fluidos, el agua fría y caliente, el miedo y la mierda. Estos intestinos que se inflan, padecen y ventosean. Esas despensas, vientres atracados de tubos que retumban, respirando agitados por espasmos de aire comprimido: sólo ellos parecen vivir verdaderamente.

Bruscamente, cualquier cosa se crispa, cualquier cosa parece a punto de expandirse. Estos dispositivos son alarmantes, parece que vayan a romperse. Todo crepita, todo estalla en cortocircuitos, chisporrotea, rechina y amenaza. Nada funciona verdaderamente en este deterioro general de los objetos y de los cuerpos; el agotamiento de todo es de todos, el enrarecimiento de los recursos. Nada más parece que pueda renovarse nunca.

Ésta es la pesadilla de un mundo acantonado, cerrado sobre sí mismo, pronto asfixiado. Mundo de claustrofobia, sin cielo ni horizonte, sin campo, sin árboles, sin aire y sin sol, sin otros espacios que aquellos horriblemente limitados de sus calles sin días y sin noches. Una ciudad que parece ahogarse en el humo, en el antiguo «puré de guisantes» londinense. Pero no es el humo, no es la polución lo que lo oscurece todo: es el crepúsculo del mundo.

Traducción original de Adela Garcla-Herrera.
Publicado originalmente en la revista Arquitectura Viva, Nº7. Septiembre, 1989.

Transcrito por Andrés Daly. Imágenes agregadas por 35mm.