The Bling Ring

por: Luis Felipe Zúñiga

 

La música de entrada ya tiende a confundir. La guitarra rabiosa y poco pulcra de Sleigh Bells rompe decibeles y marea. El tema que suena se titula Crown on the ground y funciona como suerte de advertencia de lo que vendrá: el más reciente reality show sobre jovencitos mimados buscando reputación instantánea. Salvo que esta vez los límites para alcanzar la popularidad son difusos. Porque The Bling Ring no se trata sencillamente de un grupo de aspirantes ansiosos por obtener un lugar dentro de la farándula hollywoodense. También es la historia de búsqueda de identidad de un grupo de púberes involucrados en una serie de atracos ocurridos en Hollywood Hills entre octubre del 2008 y agosto del 2009.

Armados de smartphones y Louboutins – como astutamente apuntó la periodista Nancy Jo Sales en el artículo que inspiró el filme –, un grupo de seis adolescentes oriundos de la acomodada zona de Calabasas, California, allanaron repetidamente las casas de variadas celebridades, llevándose cerca de US$3 millones en efectivo y pertenencias. Con la ayuda de un ex convicto que ofició como reducidor de los objetos de valor hurtados, la banda también conocida como The Burglar Bunch o The Bling Ring se hizo de un nombre en el circuito farandulero de la costa oeste estadounidense tras irrumpir repetidamente en las mansiones de estrellas como Paris Hilton y Lindsay Lohan. Pero fue aquella descuidada exposición mediática la detonante de su propio hundimiento: tras casi un año eludiendo a la justicia, esta tropa de ladronzuelos fashionistas debió enfrentar tras las rejas todas las de la ley.

Agarrándose de este curioso hecho noticioso, la realizadora Sofia Coppola construyó su más reciente película, The Bling Ring, estrenada en mayo de este año en el marco de la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes. De atmósfera más acelerada que su anterior filme – ese sublime drama lo-fi titulado Somewhere – Coppola vuelve a perfilar personajes incomprendidos y anestesiados de su entorno. Porque desde Las Vírgenes Suicidas que sus protagonistas sortean sus vidas intrínsecamente, sin mayores sobresaltos. Fue la somnolienta atmósfera de aquella ópera prima basada en la novela de Jeffrey Eugenides la que fijó el tono flemático con que Coppola construiría en adelante a sus personajes. Dejo que en Perdidos en Tokio reiteró con un Bill Murray y una Scarlett Johansson que no lograban encajar en medio del mundanal ruido y la sofocante luminosidad propios de la capital japonesa. Una apatía que remató con el superficial y displicente perfil que la directora hizo años más tarde sobre María Antonieta, que dejaba a la malograda emperatriz como una inepta soberana digna merecedora de la decapitación.

Con un diseño de vestuario casi tan barroco como el utilizado en aquella cinta de época que protagonizó Kirsten Dunst, y provista de un elenco de personajes indolentes ante el escrutinio público, Coppola elabora como siempre un relato entretenido, con onda – de estética, música y montaje cercanos al videoclip -, y que no se anda con rodeos para decir lo que su autora piensa sobre la juventud de hoy: la farándula ha frivolizado a tal punto a los adolescentes que estos han comenzado a generar cierta fascinación por popularizar actitudes tan reprochables como andar saqueando inescrupulosamente la propiedad ajena. Una máxima que data de los tiempos en que Bonnie y Clyde cometían sus fechorías ganándose de paso una extensa cuota de fama. Salvo que hoy estar en la cúspide del estrellato no dura más que un par de mensajes de texto.