F1: El peso de lo real en el cine

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Velocidad, una experiencia inmersiva, la prueba definitiva que Brad Pitt no es y nunca ha sido de este mundo -un ser caído de algún templo griego- y el refrescante aroma a blockbuster de los 80’s y 90’s, son algunos de los ingredientes de la nueva película de Joseph Kosinski, con nombre de tecla de computador: F1. Joseph Kosinski, el arquitecto convertido en director del que ya hablé hace 15 años en este mismo sitio al ver Tron Legacy (2010) – otra experiencia visual maravillosa, aunque deficiente en otros aspectos- demuestra nuevamente su talento en la narración para audiencias masivas y en el uso de nuevas herramientas para construir experiencias únicas.

Suena contradictorio hablar de realismo cuando F1 es claramente una película de género, una fórmula que se sostiene en lugares comunes e historias probadas decenas de veces antes en el cine y que el guión no intenta cuestionar ni transgredir. Sin embargo, es su lenguaje visual envolvente, que respira veracidad en cada poro, lo que la destaca y eleva dentro del cine de entretenimiento al que apunta. Sonny Hayes (Brad Pitt) es nuestro héroe clásico, reacio a unirse a la aventura. Es una figura mítica, como también lo era Maverick en la última película de Top Gun, también de este director.

Hayes es una ex promesa de este deporte automovilista atormentada por su pasado, cuando un accidente lo alejó en su juventud de las competencias de Fórmula 1, pero nunca de su pasión: manejar. El casting de Pitt no puede ser mejor: un tipo misterioso, querible, carismático, talentoso pero esquivo, al que siempre queremos ver triunfar. Javier Bardem, como el dueño de la escudería, que busca a su viejo amigo Hayes para salvar a su empresa de la inminente ruina, sabe perfectamente como transmitir con sus gestos una historia pasada de amistad entre los personajes y esa fascinación de algunos empresarios, de abultadas billeteras, por pararse en un podio y llenarse de trofeos.

El resto de la historia es predecible, combinando los típicos fracasos iniciales y la adaptación de Hayes a la escudería de su amigo (o la adaptación de su nuevo equipo al impredecible Hayes, mejor dicho); su enfrentamiento a un piloto mucho más joven y bastante más preocupado de la fama que del deporte (Damson Idris como Joshua Pearce) o la atracción de Hayes con una importante figura del team, la ingeniera Kate McKenna (Kerry Condon), que es capaz de mirar a través de nuestro viejo héroe. Si bien tocar todos estos puntos de la historia son muy importantes para que la película funcione y esto no sea un festival de imágenes de vehículos sin personajes que nos importen, antes de conducirnos a su inevitable final -todos queremos probar el dulce sabor de la victoria- son verdaderamente las formas que Kosinski elige, a través de la cámara y su montaje, lo que destacan a la película.

Tom Cruise en Top Gun: Maverick (2022)
Brad Pitt en F1 (2025)

Kosinski cuenta, tal que como lo hizo con Top Gun: Maverick, una sencilla historia a través de cámaras de última tecnología (muchas de ellas diseñadas y construidas especialmente para esta película) cada vez mas pequeñas y transportables que nos dan aquello que como espectadores esperamos ansiosos ver en el cine: vivir dos horas a través de puntos de vista completamente ajenos al nuestro. Actores que están manejando realmente los vehículos, la ausencia de pantallas verdes o procesos de retro proyección para simular la conducción de vehículos (algo tan común en la mayoría de películas que vemos) y la insistencia de filmar durante competencias reales de este deporte (lo cual tomó un par de años), suman puntos en esta búsqueda por aumentar la anhelada sensación de volver a ver proezas que sintamos reales en la pantalla grande.

En una época plagada de efectos digitales, películas donde los actores no actúan sino que experimentan situaciones reales se tornan en un oasis. Bien lo sabe el marketing de Hollywood, que en los últimos años ha recogido este hastío de la audiencia por el CGI, del cual se abusó especialmente en el cine de super héroes y que hoy no temen mentir descaradamente en los detrás de cámaras insistiendo que «todo es real, sin CGI». Esta mentira se ha prolongado incluso en películas que aunque construyen gran parte de sus imágenes en terreno y con dispositivos reales, como estas dos películas de Kosinski (o la última Misión Imposible), sí incluyen por supuesto efectos digitales para manipular esta realidad, agregando y eliminando elementos sobre las imágenes capturadas. Sin embargo, todo está en la fundación de estas imágenes: ¿qué tanto podemos grabar de forma real?. Este punto de partida hace toda la diferencia.

Joseph Kosinski

La espectacular fotografía del único director de fotografía con el que este director ha realizado largometrajes, el chileno Claudio Miranda (Oblivion, Tron Legacy, Only the Brave, Spiderhead y las dos películas ya mencionadas) insiste en que seamos testigos de los rostros de los actores enfrentados a la abrumadora velocidad, en panear -remotamente- desde sus caras concentradas en el manejo hacia el peligro que ven frente a ellos. Personalmente, para alguien que nunca ha sentido una fascinación por estas máquinas ridículamente veloces y peligrosas, F1 es capaz de seducir y plantear argumentos viscerales para ser testigo de algunas carreras.

La respuesta del público a esta «captura de la realidad» fue extremadamente positiva: F1 es la película más taquillera de la larga carrera de Brad Pitt, como también de su estudio Apple. Verla en IMAX fue una de las mejores experiencias cinematográficas del año y si todavía está en una pantalla cerca, recomiendo disfrutarla.

 

F1: El peso de lo real en el cine
3.5

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