Cuando el hogar ya no es un lugar: Identidad y pertenencia en Partir un jour y Connemara

La identidad, en tiempos de migración y movilidad constante, es menos una certeza que una tensión. Las películas Partir un jour (2025), de Amélie Bonnin, y Connemara (2025), de Alex Lutz, no comparten argumento ni estilo, pero dialogan en un terreno común: el desarraigo, la memoria y la imposibilidad de volver a un lugar que ya no existe. Su comparación revela fracturas compartidas y contrastes formales que, observados juntos, permiten entender con mayor precisión cómo el cine contemporáneo está abordando el colapso del hogar como idea y como experiencia.

Partir un jour (2025)

Dos caminos, una fractura

Partir un jour sigue a una mujer dividida entre el pueblo que dejó atrás y la vida que ha construido en otro lugar. La película opta por una estructura fragmentada y una carga musical deliberada: Juliette Armanet reinterpreta un éxito pop de los años 90 y lo transforma en lamento. Esa melodía, que antes sonaba como liberación, ahora se escucha como pérdida. La música expresa la fisura interna de la protagonista, aunque su tono abstracto puede mantener cierta distancia emocional con el espectador.

En contraste, Connemara apuesta por el realismo sobrio. Dos personas se reencuentran tras vidas que tomaron caminos divergentes. Aquí, el hogar no es un destino, sino una zona fantasma cargada de restos emocionales. La cámara de Éponine Momenceau convierte la niebla y los pasillos vacíos en espacios donde el tiempo parece suspendido. En lugar de música, el peso está en lo visual: las imágenes sostienen lo que los personajes no dicen.

A primera vista, Partir un jour y Connemara parecen obras dispares: una apuesta por la estilización sonora, la otra por el silencio y la contención. Sin embargo, el cruce entre ambas permite ver lo que cada una resalta y lo que, en contraste, oculta. El punto de encuentro es temático: ambas abordan identidades fracturadas por la distancia, la nostalgia y las decisiones no tomadas. El contraste formal entre ellas, una más poética, la otra más austera, subraya diferentes modos de representar el duelo por un hogar perdido.

Compararlas no solo amplifica su resonancia, sino que revela cómo el cine europeo reciente se desplaza entre formas expresivas para narrar la misma inquietud: cómo seguir habitando el mundo cuando ya no se sabe a dónde se pertenece. Vistas juntas, las películas trazan un mapa emocional que va del deseo a la renuncia, del recuerdo al desencanto.

 Connemara (2025)
Connemara (2025)

Ecos entre dos historias

En ambas películas, las relaciones actúan como reflejo de identidades alternativas: vidas que no fueron, amores detenidos en el umbral. En Partir un jour, la protagonista se aferra a un vínculo con Raphaël que existe solo en potencial: una presencia espectral, suspendida en lo que no ocurrió. En Connemara, Hélène y Christophe encarnan una segunda oportunidad sin romanticismo: el reencuentro no redime, solo constata lo que se ha perdido.

Hay elementos simbólicos que conectan discretamente ambas películas. El actor Bastien Bouillon, presente en las dos, funciona como ancla invisible entre dos mundos paralelos. Su rostro, distinto, pero familiar, remite a una identidad en transición, fragmentada. También el patinaje sobre hielo en momentos claves, presente en ambas, sirve como metáfora visual de la fragilidad: cuerpos en equilibrio sobre una superficie artificial, deslizándose y manteniéndose en movimiento.

Las dos películas capturan, cada una a su modo, la imposibilidad de volver. El hogar ya no es una geografía física, sino una estructura emocional erosionada. Lo que permanece es una tensión entre memoria y desplazamiento, entre lo que fuimos y lo que decidimos no ser. La pertenencia, en este contexto, se vuelve una tarea: algo que se busca, no algo que se hereda.

Ambas obras exponen también los límites del cine para representar la identidad en crisis. Bonnin recurre a la música y al montaje fragmentario para dar forma al duelo interior. Lutz, en cambio, elimina adornos para dejar que los silencios hablen. Ninguna apuesta es concluyente. Lo que revelan, en todo caso, es que el lenguaje cinematográfico está buscando nuevas formas de acercarse a experiencias que se resisten a la linealidad y a la simplificación.

Partir un jour y Connemara no ofrecen soluciones ni cierres redentores. Pero al confrontarlas, el espectador accede a una cartografía emocional más amplia: la del hogar como ausencia, la identidad como negociación constante, y el recuerdo como territorio compartido entre lo real y lo que no fue.