Ida

Las religiosas son personajes que siempre han llamado la atención en la historia del cine, provoca curiosidad lo que ocurre dentro de sus claustros y conventos y también es un gran misterio la vida interior de ellas mismas. Para hablar de cine y religiosas tenemos la paradigmática The Sound of Music con una aguerrida traducción del título para el español latino: La Novicia Rebelde. Julie Andrews encarnaba a una singular joven novicia amante de la música que termina siendo institutriz de una tropa de chicos poco amigables -al igual que su frío padre el Capitán von Trapp- eso sí que, gracias a la música, todas las asperezas son limadas e incluso florece el amor entre von Trapp y la inolvidable Fräulein María.

Ida, la actual ganadora del Oscar a mejor película extranjera, está en las antípodas de todo este cinemascope y technicolor de los E.E.U.U.; de factura polaca, Ida es un lento relato hacia el centro de la memoria de postguerra cuando -pasadas las atrocidades del régimen nazi y de la segunda guerra mundial-, Polonia pasa al eje Soviético y a un régimen dictatorial comunista que ya está asentado en el poder.

s_ida2

Pawel Pawilowsky, su director, hace una muy buena opción en rodar la película en blanco y negro. El relato se sitúa exactamente en la Polonia de 1962. En el comienzo vemos la vida de un claustro. Jóvenes novicias hacen su vida comunitaria ahí: restauran las estatuas de la iglesia, comen y oran, mientras afuera arrecia el largo invierno polaco. Un día la madre superiora del convento llama a Anna –una de las novicias- para notificarla que debe ir finalmente a conocer a una distanciada tía a la ciudad. La joven novicia se revela un poco y pregunta si es necesario hacerlo, la madre superiora hace valer la obediencia y le explica que antes de tomar sus votos debe ir hasta allí a conocer a esta misteriosa y alejada tía.

Vemos a la joven novicia preparando sus cosas y saliendo del convento a la ciudad, que suponemos es la capital. Pawilowsky logra a través de una economía de recursos llevarnos a la compleja atmosfera de esta Polonia: el blanco y negro nos invade en una aparente monotonía. ¿Producto de la vida de la novicia? o ¿Producto de una Polonia bajo una dictadura comunista? El color para cualquiera de las dos situaciones es una gran metáfora. Herta Müller, la rumana germana premio nobel de literatura, comentaba esta situación. Después de escapar de la dictadura de Ceaucescu y al llegar a Berlín, lo primero que notó eran los tonos de la ciudad: “pude distinguir los colores”, ha comentado en varias entrevistas. Como si haber vivido bajo la dictadura comunista rumana, hubiera sido una especie de monocromía cotidiana; el mismo dictador, los mismos abusos de poder y el mismo silencio dramático del pueblo.

Pawilowsky nos entrega trazos de un drama familiar, los que nos bastan para hacernos una idea de la tragedia que significan las guerras, y cuáles son los costos personales del colectivo en los momentos estelares de la historia.

Agata Kulesza representa magistralmente el papel de esta media alcohólica, libertina y cínica tía. El encuentro con este personaje cambiara el curso de la historia de Anna, pues Wanda, su tía, le dirá su real ascendencia –la judía- y su verdadero nombre –Ida-, y le comunicara la desaparición de sus padres, hace más de 20 años. Este hecho, que en nuestras tierras lo conocemos muy bien, empujara a Ida, ayudada por tu su tía, a la búsqueda de los cuerpos de sus padres.

ida

Es un viaje en automóvil hacia un pasado doliente y hacia la verdad. Vemos, conforme pasan los metrajes de la cinta, que Wanda, el personaje de Kulesza, se empieza a descubrir como otra víctima/victimario de la historia. Ella es jueza, pero antes fue fiscal y antes de eso luchó en la resistencia polaca. De pasado heroico, Wanda sabe que su devenir no ha sido el de los mejores. Como fiscal persiguió y encarceló a muchos polacos que fueron cómplices de la ocupación nazi, actuación que seguramente le valió su cargo como jueza, eso junto con una militancia en el partido comunista polaco. Pero Wanda tiene un desasosiego desesperante, un malestar almático, que solo en parte Ida logra aplacar, porque la lleva a otra época de su vida: antes de la guerra, su infancia con su hermana y antes de los avatares de la historia.

Ida -interpretada por una novísima pero solvente Agata Trzebuchowska-, por su parte vive su propio proceso de maduración y discernimiento. Esas semanas fuera del convento la ponen de cara a la situación de su país y a su propia vida. Producto del azar, de esta búsqueda de los restos de sus padres -en pueblos alejados de la ciudad-, entra al ruedo un guapo saxofonista, amante del jazz americano, principalmente de Miles Davis. El músico la hará revisar la vida que hasta ese momento ella ha llevado. La pone de frente al deseo y una vez afuera en “el mundo”, ella nota que también está ávida de esas experiencias vitales. Se agradece a Pawel Pawilowski no caer en esquemáticos giros de historia. Entendiendo que la chica que se sale del convento por amor es un tema extremadamente manoseado, y por lo mismo poco interesante para un espectador inteligente.

Ida21

Ida_1

Y como telón de fondo tenemos parte del pueblo polaco. Un pueblo que a pesar de la liberación del nazismo, vive atemorizado, por el nuevo régimen dictatorial imperante y al mismo tiempo apegado a sus tradiciones católicas más arraigadas. Vemos en varios momentos del film que la gente común al ver a Ida, con sus ropas de novicia, se le acercan, la bendicen o le piden bendecir a sus hijos. Mientras Ida representa ese espacio popular de la comprensión y la comunicación, entre coterráneos, Wanda para la gente común representa el poder estatal y la violencia que este puede ejercer en ellos, por eso muchos le rehúyen, sumado a que la tía de Ida no trepidara en ocupar todas sus redes de poder para lograr llegar al lugar exacto donde se encuentran los restos de su hermana.

Ida de Pawilowsky es un relato sencillo, pero con altísimos grados de complejidad donde como un fino bordado se entrelazan: la historia reciente de la humanidad, un drama familiar, la búsqueda de la verdad (en todas sus acepciones: sagrada o profana), la identidad, el paso a la adultez y el drama de los sobrevivientes, una vez que los grandes focos se apagan y solo queda el ser humano entregado a su suerte, en medio de sus propias heridas.