Dossier Joel & Ethan Coen: Sin lugar para los débiles

El abismo te devuelve la mirada

[ por: Alvaro Silva ]

La relación de Estados Unidos con su paisaje es sumamente estrecha. Siendo una cultura nacida de colonos, su épica viene de ese enfrentamiento ante la inmensidad de lo desconocido, buscando un futuro más brillante en las “salvajes” tierras aún por conquistar, aún por civilizar. Esta leit motiv cultural se mantiene intacta hasta hoy. Ahora el espacio a civilizar (según lo que ellos entienden como civilización) es el mundo fuera de sus fronteras. Pero ese ya es otro tema. Como sea, el conquistar y modificar la naturaleza, parece estar en el ADN del pueblo norteamericano. Este paradigma, como es esperable, se traslada también a la creación. En el caso de la literatura, se aprecia en la pluma de algunos de sus autores más destacados, como es el caso de Jack Kerouac, y Cormac McCarthy, en la novela No Country for old men, la que da origen a la película del mismo nombre.

No es casualidad entonces que la película parta con largos planos que nos sitúan en el vasto paisaje donde se desarrollará la historia: la frontera entre Texas y México. Un entorno árido, seco, inabarcable con la mirada. De similares características es el paisaje que nos invita a mirar el Sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), al contarnos la historia de un hombre a quien tuvo que llevar a la silla eléctrica: la naturaleza del lado más oscuro del ser humano. Este personaje será nuestro guía en los eventos de los que seremos testigos. Un guía que ve con angustia sólo las huellas, los rastros de los hechos que, nosotros, como espectadores, podemos observar. Sólo ve las consecuencias de toda la violencia y, como tal, gana una segunda dimensión como guía moral. Dentro de toda la locura que se desatará, el sheriff Bell parece ser la voz de la cordura.

Llewellyn Jones (Josh Brolin)

En medio del desierto Llewellyn Jones (Josh Brolin), un veterano de la guerra de Vietnam, se tropieza con la escena de un trato de drogas que salió muy mal; además de un importante número de cadáveres, armas y droga, encuentra un maletín con una gran cantidad de dinero. Parece ser la oportunidad dorada, pero Llewellyn, hombre curtido, se lo toma con cautela, aunque un atisbo de conciencia lo transforma en la presa de una búsqueda implacable. Por un lado, es cazado por los traficantes de droga mexicanos implicados en el trato, los que son el menor de sus problemas, porque tras suyo está también Anton Chigurh, lejos uno de los asesinos mas aterradores de la historia del cine, interpretado de forma brillante por Javier Bardem.

Aunque la mayor parte del tiempo seguimos los pasos de Llewellyn en su desesperada huída y es él quien mantiene en movimiento la historia, es el personaje de Anton el que le da todo el carácter a la cinta. Él, en su accionar, en su retorcida moral, en su carencia absoluta de una conciencia más “normal”,  termina representando lo incógnito, lo inconmesurable, el lugar que antes ocupaba el paisaje salvaje. Pero mirar a los ojos vanos y carentes de toda emoción de Chigurh, es mirar de frente mucho más que vastedad, es el vacío, un abismo donde no existen límites. Un lugar al cual es imposible llegar, donde una conquista es algo imposible. Como una fuerza de la naturaleza es completamente impredecible, algo que está más allá del mal. El lugar que antes ocupaba “lo salvaje” ahora lo ocupa este lugar que nadie nunca jamás podrá colonizar: el mal que vive dentro de cada uno de nosotros y que en Anton se encuentra en su más pura expresión, en una forma nueva, desconocida.

Sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones)

Llewelyn y Ed, ambos veteranos de dos guerras diferentes, en un país que se define también por las guerras en las que ha peleado, representan a su vez, dos estadios de la conciencia norteamericana. El sheriff peleó durante la Segunda Guerra Mundial contra un “mal” bien definido: El Tercer Reich. Como ningún otro conflicto moderno, éste fue definido como un combate entre la luz y la oscuridad. Llewellyn, por otro lado, peleó en Vietnam, donde las cosas ya no estaban tan claras, donde todo no era blanco o negro y donde los matices del conflicto hacían dudar seriamente de su legitimidad. Por eso se explica el modo en que ambos personajes afrontan el caos en que se ven envueltos. Mientras Jones tiene grabado en su alma la fiereza del mundo moderno, en donde cada cual debe luchar por la supervivencia a diaria, el Sheriff se encuentra perdido y desesperanzado ante una sociedad que pareciera estar en guerra, pero una guerra muy diferente a la que dio sentido a su vida antes; una donde existe el blanco, los grises, y el negro es más oscuro y profundo que nunca, así, se encuentra recordando antiguos tiempos más amables, en los que ni siquiera era necesario cargar pistola, comprendiendo con angustia la futilidad de su trabajo. Los tiempos cambian y todo parece ir cuesta abajo, ya que no se puede ganar la guerra contra aquello que no se entiende. Y la caída es grande, ya que ante la imposibilidad de conquista, no hay épica, y en un pueblo que se construyó a base de la épica, ésta carencia lo deja sin su soporte, sin lo más parecido que tienen a un “mito fundacional”. Sólo queda esperar que esta oscuridad tan inconmensurable que representa Anton, lo cubra todo sin nada que lo contrarreste.

La perspectiva es evidentemente norteamericana, pero como suele suceder con las grandes obras, el tema, por suerte, es global. Es cierto, no todas las sociedades tenemos un mito fundacional basado en un arquetipo como el que tiene el país del norte, pero la angustia ante nuestra propia barbarie es un denominador común desde el momento en que, como especie, comenzamos a vivir en comunidad. Y sin importar cuanto avancemos como sociedad, cuando se desarrolle la tecnología, o nosotros mismos, como seres humanos, siempre existirá esa región indescifrable y oscura dentro de cada uno de nosotros. Siempre estaremos a un paso del abismo. Eso, nada, nunca, podrá corregirlo. Caer en él es sólo cuestión de tiempo.

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